Kintsugi: la belleza de la cicatriz como metáfora de la vida

27 de septiembre de 2024

Los japoneses, que tan profundamente se toman algunos aspectos esenciales de la vida, desarrollaron una técnica de restauración cerámica que va mucho más allá de lo funcional. El kintsugi consiste en reparar una fractura, una grieta o una rotura utilizando laca y polvo de oro, plata u otros metales. Pero lo importante no es solo el material empleado, sino la decisión consciente de no ocultar la herida, de hacerla visible y convertirla en parte fundamental del objeto.

En el kintsugi, la cicatriz no se disimula. Se subraya. Se honra. Se convierte en protagonista.

Metafóricamente, la pieza somos nosotros.
Las fracturas son las heridas provocadas por el transcurrir de la vida, que a veces nos hiere y, en ocasiones, incluso nos rompe. Ninguna existencia está libre de grietas: pérdidas, fracasos, decepciones, cambios bruscos. El tiempo y la experiencia dejan marcas, igual que una caída deja una línea irregular en la cerámica.

El kintsugi nos habla del momento de la reconstrucción. Del acto de detenerse, recoger los fragmentos y recomponer lo que se rompió. No para volver a ser exactamente lo que éramos antes, sino para seguir adelante siendo otra cosa, transformada. Como decía Mario Benedetti, “rotos, pero enteros”.

Desde el punto de vista técnico, el kintsugi tradicional no es un proceso rápido. Las piezas se reparan con laca urushi, una resina natural que requiere tiempo, humedad y paciencia para curar correctamente. Cada fase necesita su propio ritmo. No se puede acelerar sin consecuencias. Y quizá ahí reside una de sus enseñanzas más silenciosas: hay heridas que no se pueden cerrar deprisa.

La reparación se construye capa a capa. Primero se unen los fragmentos, luego se rellenan las ausencias, se nivelan las superficies y, solo al final, se aplica el metal que hará visible la cicatriz. El brillo no llega al principio, llega cuando la estructura está sólida. También en esto el paralelismo con la vida es inevitable.

El kintsugi nos muestra la historia del objeto. Nos habla de golpes que dejaron huella, de caídas que no lo destruyeron del todo. Esas cicatrices lo hacen más complejo, más interesante, más sabio. Igual que las arrugas en el rostro de una persona mayor, la cicatriz deja de ser defecto para convertirse en memoria. Memoria de lo vivido, de lo superado, de lo aprendido.

El objeto roto y reparado se vuelve visualmente bello, pero también imitable a nivel personal y social. Nos invita a valorar nuestras propias cicatrices por todo lo que nos enseñaron. A quedarnos con el aprendizaje y no con el sufrimiento puro de la fractura. A entender que no todo lo roto debe esconderse.

Decía Ernest Hemingway que “el mundo nos rompe a todos, y luego algunos se hacen más fuertes en las partes rotas”. El kintsugi parece materializar esta idea con una sencillez desarmante: no negar la rotura, no avergonzarse de ella, sino integrarla y convertirla en fortaleza.

Tal vez sea hora de aplicar las enseñanzas indirectas de esta antigua técnica de restauración cerámica a nuestra propia vida. Tratar nuestras fracturas personales con “resina de oro”: con cuidado, con tiempo, con respeto. Destacarlas no desde la herida abierta, sino desde la cicatriz ya cerrada. Mostrar con orgullo lo que son: la prueba de que hemos vivido.

Porque cada cicatriz es la memoria de algo superado.
Y, como en el kintsugi, es precisamente ahí donde la vida adquiere su forma más honesta y más bella.